Sapere aude

martes, 3 de agosto de 2010

El viejo

Se sentó frente a aquel hombre que lloraba sin lágrimas.No fingía,solo que sus viejos ojos no recordaban el látigo del suplicio,por lo que solo eran cuestión de minutos,cuando ese derroche de suspiros concluyera,Ana sabía que estallaría en un mar de lágrimas que le evitarían morir ahogado.
En ese instante Ana se arrancó el corazón,lo dejó sobre la mesa de metraquilato y lo miraba de reojo.Tenía que tragar un océano de compasión y no mostrar el pesar que le causaba ver a aquel anciano sumergido en la asfixia de un hecho irremediable.
Ana cogió la mano magullada por el tiempo de aquel hombre.Estaba en silencio,tratando todavía de digerir aquellos nudos humanos que se deslizaban por su traquea.Los minutos se hicieron eternos al no saber que decir.Ana pensó que no servían de nada sus veintiseis años respirados,pues solo era una muda incapaz de alentar aquella alma anciana que sufría desesperada.El longevo hombre sacó un pañuelo de su bolsillo,se levantó de la roja silla del hospital con ayuda de su bastón.Tocó el hombro de Ana,lo apretó y torpemente se dirigió a la habitación de su moribunda mujer.Ana miraba cabizbaja los pasos del cuerpo dolorido del abuelo que secaba sus lágrimas haciendo un acto de equilibrio.
Ana se sentía levemente mareada ante el olor de aquel lugar.Siempre le incomodó a su pituitaria el característico aroma del hospital pero pasó de ser una leve molestia primeriza para entrar en su memoria como un pestilente reflejo del sufrimiento que sostenian los pilares de ese espacio.Suspiró,cerró los ojos,le dio una arcada,tragó.
Apretó sus labios.Salió fuera.